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A principios del siglo XX, el bolchevique, un comunista iracundo y resentido, usó el cine para propagar la ideología de su lavado de cerebros.

Mientras tanto, Hollywood, la gran meca del cine, creó estrellas eternas, inspiraciones poéticas para que pudiéramos entretenernos y sentirnos esperanzados con aspiraciones magnánimas, pero, el gran poder de esa magia, embrujó a un grupo muy poderoso que abusó de mujeres y hombres en riesgo, pero, como por arte de esa magia, se lavó la cara a Hollywood y hoy, el cine se vuelve a usar como propaganda de un movimiento cultural e ideológico que lava cerebros y empodera a la minoría iracunda y resentida.

Dar poder esa minoría y, encima, justificar la virulencia con la que pueda actuar ese grupo, creará una serie de desajustes sociales que terminará en anarquía, como sucedió en la era hippie y todo para crear una propaganda capaz de establecer el nuevo orden mundial vaticinado para el siglo XXI. 

Y es que esta estrategia del nuevo orden, otorga financiaciones gubernamentales a obras que hablen del feminismo, por ejemplo, premios a películas que hacen apología a movimientos separatistas en festivales internacionales de cine, por ejemplo, así como a actores o actrices para seguir el mismo método de inclusión que excluye a otros y genera desigualdad per sé, es una estrategia donde se usa la excusa del arte que es cultura basada en ideología comunista.

Hoy, el cine se torna de rojo, el rojo virulento y con presupuesto apartado para ello, para desarrollar los objetivos de desarrollo sostenible de la agenda 2030, una agenda en la que participan casi 300 países liderada por la ONU, esa que es capaz de desestabilizar los sistemas para luego no intervenir de inmediato, esa que crea víctimas para luego refugiarlas con planes inestables y que saca a flote la miseria del ser humano.